Escribir a pesar de todo pese a la desesperación.
Marguerite Duras
Para amar hay que querer, libro que compila gran parte de la poesía inédita de Pilar Rodríguez Aranda, comienza como punto de partida en el año 1989 y en el sueño de la poesía que no se agota, en el ulular del tiempo de una década donde el despertar asoma como una lanza que abre no sólo el día, sino la palabra. Hay un tiempo que revela el descubrimiento de los momentos del día, del silencio que empuja y la memoria va desvelando ese sonido que es lo que el cuerpo recuerda: la granada desgrana lentamente, y ante el asombro, la inevitable conciencia se vuelve aguda en la certeza de que la vida no es más que el paso de un tiempo que no cesa, que avanza y pasa, de generación en generación, con todos los miedos que no avisan; pero, al mismo tiempo, la palabra es un puente donde cruzar y ser cruzada. El lenguaje siempre presente, así como el asomo tecnológico de los primeros correos virtuales, fluyen en la continuidad de una voz en clave femenina, que insiste, desesperadamente, por trascender cualquier mentira que diluya el último atisbo de una inocencia que como el siglo XX, se extinguió en ondas, oscilantes ondas y el latido de un corazón que pulsa siempre en el acento de lo vivido y el lugar más seguro que es la infancia.
Sin duda, la poesía de la poeta es aguda, insistentemente auto-referencial, en el sentido autobiográfico y dentro de la tradición inaugurada por Gloria Anzaldúa, en donde la experiencia vivida lo atraviesa todo, incluso la escritura de quien escribe siempre doblemente dividida: por ser mujer y por ser frontera. De tal forma que Rodríguez Aranda, explora su cotidianidad como una mujer que siente, que está en el mundo y quiere decir todo aquello para lo que inclusive, no hay nunca la palabra definitiva. Así, lo que acontece, se traduce en una glosa de lugares transitados, en un abecedario de amores, afectos, desamores y afectaciones; en una lista de vivencias comunes de muchas mujeres que transitan entre las fronteras del lenguaje, lo imposible y doblemente divididas entre el ser siendo y el deber ser.
La recopilación poética presentada consta de siete apartados que funcionan como libros ordenados de manera cronológica: “Mañana será el año 2000” (1989-1999); “Laberintos” (2004); Los diarios del Thelma” (2007); “Verdes lazos” (2009), “Ubicua” (2012-2013), “Tétradas de lunas rojas” (2014-2015) y “Para amar hay que querer” (2015-2020).
Sin duda, la escritura de esta poeta es una apuesta de vida, un reto que debe enfrentarse a sí misma y superarse en cada poema. Una vida latiendo, verso a verso, y en la marisma de ser siendo, se enciende la luz de una poesía existencial en donde la palabra entume momentos, álgidos latidos de vida que desbordan una pasión aguda y profunda por todo lo que sucede desde/en un cuerpo que observa desde dentro la vida. Así, la vitalidad es el pulso de la poesía de esta poeta, una secuencia cadente que apela al origen de todo: “la conciencia que nos obliga a situarnos en un solo tiempo” y desde ahí, saltar todos los obstáculos de lo que “el deseo se nutre”. Historia y poesía son parte de lo mismo: “frases inalteradas del silencio” en un cuerpo que respira en permanente contradicción: realidad vs. poesía. Para Rodríguez Aranda, es la vagina que escribe, es el vello, el ombligo de lunas, el corazón que late, una ola, cien palabras y la velocidad en donde siempre el poema termina y el placer al que se aferra para “sentirse siempre mujer”.
En la poesía de la poeta el abismo es aquello que no se puede escribir. La palabra como borde se asoma cuando “las malas influencias” se avecinan como el humo de un cigarrillo que sopla sobre los ojos y es la armonía de un canto de sirena que aletarga el cuerpo, el entendimiento y, sobre todo, la palabra que ya no dice. Entonces la errancia marca el paisaje. Inunda la isla y extiende el universo hacia un agua que no se toca. No es el mar el que se escucha, es la noche que apunta con sus luciérnagas la sal de todo viaje: el interior.
El “yo” se ubica, poema a poema, como el espejo que refleja la luz, pero también la sombra. Nada es el todo, ni la nada. Hay matices: la pequeñez del mundo propio como evidencia de todo ciclo vital. El yo no es dios, pero el cuerpo sí: hay en él la mecánica del movimiento en ese “atisbo de la cola del cometa” que vuela tan alto junto a todo lo que imagina… Bendita es siempre la palabra, “engrudo en un álbum de recuerdos” que llena los vacíos… Es la palabra, en el yo, reiteradamente, que no escapa de ninguno de los poemas al que la poeta, con su voz ubicua y directa, apela a mostrar(se) siempre, en cada signo, en cada lexema, en cada clave que nos adentra a este estado de auto-referencialidad que compartimos. No hay más que escritura y la escritura se escribe con el cuerpo.
El desplazamiento poético de la poesía de Pilar Rodríguez Aranda es redondo. Parte de un punto para llegar al mismo punto: escribir como mujer la imagen propia de mujer. La apuesta, sin duda, a la manera de Anzaldúa, reviste la posibilidad de hacer de la herida no un pozo profundo, sino un archipiélago donde el yo, en femenino, es siempre puente.
La escritura del mundo interior no es ajena en la poesía, mucho menos para una poesía escrita en femenino y con la intención justo de marcar, en el lenguaje y la estética, la identidad genérica de quien escribe. La apuesta de la poética de Rodríguez Aranda ha sido la de inscribirse en su escritura, a partir de ese “yo” omnipresente que repite, una y otra vez, que el poema nace de una mujer, que nace de sí misma.
Sin duda, esta es la clave de la poesía de esta poeta, en donde el desafío no es decir(se) solamente, sino decirlo estilísticamente desde el otro lado del puente, desde la frontera, desde donde aún sigue siendo una trasgresión partir de una misma, de un cuerpo femenino que escribe desde el ombligo del mundo y que vive “la manifestación de una revelación”.
Mérida, Yucatán, julio 2024.
*Prólogo al libro Para amar hay que querer y otros poemarios (1989-2020), de Pilar Rodríguez Aranda, México-USA: anArca Editions, 2024.